Whiplash - Buddy Rich

Whiplash o el fin justifica los medios

Sublime y enferma. Whiplash es una obra descomunalmente bella, criminal. Mirar esta peli es igual que comerte una pizza cuando estás muerto de hambre, pero con una piedra en el estómago. Disfrutas cada bocado que le das a la masa, el queso se te escurre por los labios y el paladar se deleita, pero al bajar el bolo pega contra la roca, pesada y regordeta, estrujándote las tripas hacia abajo.

No conozco la biografía del director y guionista, Damien Chazelle, pero seguramente estuvo inmerso en una relación como la que narra en su obra. De otra manera, sería muy difícil transmitir al espectador, casi sin pérdida, la tensión a la que es llevada una persona sometida a tal exigencia.

Debemos decidir si lo que vemos como violencia, no se trata de la puesta en juego del real poderío humano que se enfrenta como una verdad difícil de digerir a nuestros tibios ojos de anestesia

Terence Fletcher (J.K. Simmons) es un profesor muy reconocido de la más exigente escuela de Jazz de USA. Andrew Neiman (Miles Teller) un joven y talentoso baterista. Los métodos asfixiantes de Fletcher, su falta de respeto constante, su violencia psicológica y física sobre los estudiantes, hablan sin dudas de una mente sádica. Sin embargo, no se puede decir que el maestro es un desquiciado con la misma liviandad que cuchichean las viejas en las iglesias. Para hacerlo, primero hay que decidir si lo que vemos como violencia en Whiplash, no se trata de la puesta en juego del real poderío humano que se enfrenta como una verdad difícil de digerir a nuestros tibios ojos de anestesia. Tan difícil de digerir como la piedra en el estómago.

Sólo después de resolver esa encrucijada podremos opinar que Fletcher es un sádico. Un sádico con mucho contenido, claro está, y una muy lógica justificación a su comportamiento, resumida en una anécdota sobre Charlie Parker. Según cuenta el profesor, Parker se convirtió en un gran músico luego de que el batería Jo Jones le arrojara un platillo a la cabeza porque no estaba siguiendo el ritmo. No interesa si la anécdota es real (que creo no lo es), pero es el mito detrás de la locura de Fletcher, que explica que Charlie Parker practicó más duro tras el platillazo y sólo por eso pudo ejecutar el mejor solo de la historia del jazz. «Yo quiero encontrar al próximo Charlie Parker», dice. Sin embargo, confiesa que todavía no ha hallado a ninguno.

En el camino, esto sí es seguro, ha destrozado muchísimas vidas. Ha humillado y quitado las ganas de tocar a la mayoría de los músicos que pasaron por sus salas de clase. Una de las tantas preguntas para hacernos en este momento es: ¿Podemos poner al logro artístico por sobre el valor de la vida humana? ¿Podemos poner cualquier cosa por encima del valor de la vida humana?

Si el precepto de Fletcher fuera correcto, las academias de arte tenderían a convertirse en campos de concentración, no con el fin de formar multitud de músicos y desarrollar talentos, sino con el único objetivo de destruir a los que no son fabulosos e insuflarles la sangre de los cadáveres a los poquísimos genios. Esta idea es tan aberrante y ridícula que se deshace en sí misma. Además, nos deja un escenario artístico devastado. ¿Se puede contar la historia de la música clásica sólo a través de la existencia de Bach, Mozart y Beethoven? ¿O la de la pintura mencionando únicamente a Velázquez, Leonardo y Picasso? ¿Qué sería del arte sin los cientos de miles de artistas que pintan en sus habitaciones y en las persianas bajas de los negocios, esculpen, tocan esta noche en el bar, estudian a Salieri o afinan sus instrumentos en el Teatro Real? La literatura necesita a Cervantes, pero también a Murakami, Perez Reverte, Stephen King. ¡Inclusive a Dan Brown! ¿No funciona a veces un Dan Brown como la marihuana de la literatura? ¿No es ese tipo de escritores el que genera adicción por la lectura en algunas personas y despierta la ambición por una obra más profunda? (Vaya metáfora, madre mía).

Sin importar el soporte, las obras de arte deben ser exactamente lo que es Whiplash

Y en la magnífica obra de Chazelle hay muchísimo más. Está la rebelión expresada en el coraje de un talentoso aprendiz que se rompe los dedos por tocar, que se quiebra los huesos y no deja de golpear sus tambores, que se eleva sobre la peor humillación y asalta el propio cielo. Está la voluntad, más poderosa que la dinamita, el deseo abrazado a un objetivo utópico, el deseo que baja esa utopía a zarpazos y se aferra a ella para convertirla en real. Está el amor del padre que se impone al orgullo lastimado, que desoye las ofensas y practica la compasión. Está la cuota de verdad del loco, el buscador de oro que dinamita cien montañas y contamina los ríos pero al final sale con su pepita en la mano.

Sin importar el soporte, las obras de arte deben ser exactamente lo que es Whiplash. Deben aparecer en nuestras vidas como lo haría un cometa que revienta contra la mesa cuando estamos tomando la sopa, un cometa que se deshace y nos corta en pedacitos, se mete por nuestras venas y nos obliga a bullir, ilumina nuestro cerebro y electrifica a las neuronas para generar sinapsis de sinapsis de sinapsis de sinapsis. Un cometa que se mete por la boca tan placenteramente como una pizza y se hincha en el estómago igual que una piedra del Vesubio.

El de la imagen superior de este post es Buddy Rich. Esa impresionante fotografía
servía de inspiración al protagonista cuando practicaba en su habitación.