Aventuras de un lector desafilado

En calle Hermosilla 132 de Madrid está La Dulcinea, una de las mejores librerías de usados que visité en mi vida. Por dos cosas: contiene verdaderos tesoros de la literatura en primeras versiones (o al menos muy difíciles de conseguir) y por el cariño con el que su dueño escribe en la primera página de cada libro, pues al lado del precio y con preciosa letra imprenta, pone:

«El libro que Faulkner recomendaba a los lectores que querían iniciarse en la lectura de sus obras», en Sartoris. «Una maravillosa obra de un escritor siempre valorado», en un libro de relatos de Bioy Casares. «Obra póstuma, concluida el mismo día que el autor se suicidó siguiendo el ritual seppuku», en la novela de Yukio Mishima «La corrupción de un ángel», que por supuesto compré.

Luego tuvimos una charla muy bonita. Comentamos anécdotas sobre Borges y me dijo que hacía unos días había vendido el segundo y tercer poema que Borges publicó. Me habló de un Jorge Luis adolescente vinculado a la generación del 14 y a Valle Inclán en su paso por Madrid. Lo desconocía. Yo le comenté la historia que María Kodama relata para Radio Praga. Según la viuda, el maestro tenía un poema que jamás corregía. Justamente él que se la pasaba reescribiendo sus trabajos. Cuando Kodama le preguntó por qué no tocaba ese poema, Borges le respondió que no podía, porque no era suyo, sino de Kafka, quien se lo había dictado en un sueño:

Ein Traum

Lo sabían los tres.
Ella era la compañera de Kafka.
Kafka la había soñado.
Lo sabían los tres.
Él era el amigo de Kafka.
Kafka lo había soñado.
Lo sabían los tres.
La mujer le dijo al amigo:
Quiero que esta noche me quieras.
Lo sabían los tres.
El hombre le contestó: Si pecamos,
Kafka dejará de soñarnos.
Uno lo supo.
No había nadie más en la tierra.
Kafka se dijo:
Ahora que se fueron los dos, he quedado solo.
Dejaré de soñarme.

Ese es el poema. Más allá del análisis (podríamos escribir varias hojas) y del sueño dentro del sueño dentro del sueño, esta historia me conmueve porque muestra el cariño que Borges sentía por Franz, por eso la tengo siempre a tiro de lengua. De conmoverse va esto, creo, porque mientras pagaba por mi libro y hablábamos sobre escritores y literatura, el dueño de la librería me regaló un ejemplar de Gramática Parda, de Juan García Hortelano (Premio de la Crítica 1982), que ya se ha convertido en uno de mis preferidos. Como es de imaginar, no tango por la calidad del texto, que aún no he comprobado, sino por el momento especial que se había generado en ese pequeño templo.

Todo eso pasó entre una estación y la otra, es decir, que viví más de quince minutos de historias en menos de un minuto y medio

Y había elegido el título de esta entrada porque iba a hablar de otra cosa. Quería hablar de la impotencia que siento cuando llego a casa con libros debajo del brazo y sé que no podré leerlos porque tengo que irme a trabajar. Sobre todo cuando llego con los que te la ponen difícil y necesitás (y deseás con todo tu corazón) dedicarle mucho tiempo y el tiempo se te escapa, el tiempo no existe.

Hoy terminé el relato «El perseguidor», de Cortázar. No voy a comentarlo, es más fácil buscarlo y leerlo porque es corto (y existen excelentes interpretaciones de esta obra). El protagonista, Johnny, cuenta en un momento de locura y genio, que cuando viajaba en metro imaginó/pensó muchas cosas, que repasó una canción entera con todos sus acordes, que estuvo con varias personas y vivió escenas completas, etc, etc. El asunto es que le dice al narrador algo así: «Todo eso pasó entre una estación y la otra, es decir, que viví más de quince minutos de historias en menos de un minuto y medio». Maravilloso, perturbador. Quisiera aplicar ese método, inyectármelo para no vivir con esta frustración que tantos días me corroe.

Hora de irse a dormir, mañana hay que trabajar, hay que pagar el alquiler, comprar la comida, vender la fuerza de trabajo. Mientras, mi nuevo amigo seguirá escribiendo en las primeras páginas alguna bonita anotación para ayudarte a querer ese pedazo de árbol procesado y muerto.

PD: con esto del árbol muerto (¡qué poético!), recordé una historia que contó Ale Dolina sobre Víctor Hugo, que decía que Flaubert talaba todo un bosque para hacer una caja de cerillos (fósforos), pero los cerillos quedaban de puta madre. Esto en referencia a su obsesión por la cadencia y el estilo de su prosa. Muy divertido para los que nos divertimos con estas tonterías.