El hambre, Fito, el crimen y un barco al otro lado

No es solo que me guste Fito Páez; yo vivo a través suyo, como nos ocurre con los artistas capaces de ayudarnos a desentrañar, en el sentido de quitarse uno las tripas, frotarlas contra el lomo del mundo y volver a ponerlas en un lugar más humano, imperfecto y mejor. Y sería adecuado explicar esta ligazón con una exposición razonada, pero ahora está empezando la canción “Al lado del camino” y prefiero esforzarme por mostrar cómo funciona. Si superamos mi flojo arranque, saldrá bien; creo:
Fito dice: Me gusta estar al lado del camino, fumando el humo mientras todo pasa. Yo corro para escapar de los toros y los desquiciados de blanco, del banco; tengo los pies descalzos, un traje raído, corbata de rombos, el sombrero de Kafka. “¡Triunfo o muerte!” Gritan y la piel se me pela contra los adoquines de calle 3 de Febrero, y rugen leones detrás de los toros, y crecen cuchillos en las manos de los santos fermines que me rayan la espalda. Encuentro un hueco, barandas, salto y me siento en una montañita de hierba; arranco un manojo, lo envuelvo en un billete sin precio, lengua de hostia, fumo verde. Los pies descalzos curados sobre el pasto, el vaquero cómodo, Pocho riendo en mi pecho. Me acuesto al lado del camino, debajo corren los trajeados (que no son yo ni saltarán la baranda), leones, toros, coches, Lady D y los paparazzis, nazis, relojes, banderas, pastillas, colegios enteros con sus directoras, presidentes, mis diez tías racistas y el Buendía doctor, corren extasiados, con el mástil chorreante y duro, apuntando al abismo inevitable del parco mar azul. Al lado del camino es rojo y verde, el viento una rumbita y el sol un par de labios que me besan los párpados.
Me gusta abrir los ojos y estar vivo, haber sobrevivido a otra resaca. “¡Ey! ¿Estás bien?”, me preguntó. No recuerdo si fui yo el que vomitó ese ron mientras me sujetaba la cabeza o si fue al revés, no importa. Nos conocíamos de eso y de bailar Beatles en el suelo mojado de una vieja casa del lugar. Cuando me despertó yo dormía en el cantero de una tienda de vestidos de novia. “¿Estás bien?” Estaba bien porque estaba vivo, le dije. “Creo que estás llorando”, levantó mi lágrima en su índice y supimos que había peligro: “Son las seis y si cantan los pájaros o las viejas salen a comprar el pan, ¡pum!” Y fuimos a su hotel, nos dimos un baño, descansamos la resaca en el café, le dije: “Quiero bailar cumbias con Gilda, estoy agotado de Bersuit”. Me comprendía: vivir atormentado de sentido era siempre la parte más pesada.
El sentido, la explicación del mundo por salvar o la culpa de pasar el día tirados en la cama nos entiesan. Por eso no sé bailar, porque bailo para hacer revoluciones ya vencidas, atacar fortalezas inviolables, mostrar una idea que se enraíce en el centro de la Tierra, y bailar no es eso, bailar es lo que hacen los murgueros o los muchachos que se agarran de las manos y mueven la cintura, cantan desamor vulgar y se parten el culo de la risa.
“No quiero nada que nos haga mal”, me dijo antes perderse en ese bosque. Las dos sabíamos que eran tiempos egoístas y mezquinos, tiempos donde siempre estamos solos, y los pensamientos nos rebalsan y alejan de la alegría, nos estrujan, y yo iba de nuevo caminando raudo entre la multitud. Baires o Madrid tenían el techo negro y no había sol de labios ni trenes. Salíamos de la oficina y nos metíamos al hambre, al frío, al crimen, nos enreverábamos. Otra vez me ajustaba la corbata de rombos que nunca tuve, pero era la perfecta fusión de las que fueron acogotándome (mi abuela acogotaba a los pollos revoleándolos antes de limpiarlos). Un perro se sacudía en ataque epiléptico y rebotaba contra el cordón. Le apoyó la mano y lo calmó una niña en cuclillas; empezaban a llover las plumas oscuras de los pollos de la nona y yo no sabía si era mejor ser abyecto y desalmado, ¡cambiar al fin estas lentejas por carne!, o declararme incompetente en materias de mercado. Me lo pregunto aún, aunque me he vuelto bastante incompetente, o lo intento, y agradezco tus besos en la calle y en mi casa. Son el conjuro contra las brisas de la muerte, ángel asesino y enamorado que también me regresa del olvido, me lleva hasta aquél teléfono de disco y cinco números, al pibe rosarino que jugaba a la pelota y embarrado, jadeante, vivía al lado del camino sin saberlo. Me gusta recordarlo, pero más me gusta perderme mirándote desnuda o dormirte entre mis brazos.
Creo que el arte existirá mientras podamos fundirnos en las obras de poetas nobles y hermanos, que levantan su botella de Legui al verte llegar y te salvan de la idiotez del mundo que se cae a pedazos. También creo que debería aprender a bailar, porque al fin nada tiene fin, no hay ningún abismo de mar azul y los barcos que se estrellan vuelven a encenderse al otro lado de la nada. Ahora, creo poder captarlo. Creo que morir es una sensación, como el sueño de una mariposa. Lo creo sin certezas, a la espera del milagro de abrir la puerta y que siempre seas vos; lo creo con desesperación, que es la única forma de creer de la que soy capaz.

 La canción del texto:

La canción debajo del texto:

Foto principal: Clara Loft