Todos caerán

Escribo porque el viernes perdí un tren en la estación de Goya. Miraba los grabados del Maestro dispuestos a lo largo del andén y, como llevaba un libro de Gianni Vattimo sobre la hermenéutica, me empeñaba en interpretarlos críticamente. Tuve el mismo éxito que un chimpancé recitando en lunfardo. Estaba disperso, molesto porque las decenas de usuarios del transporte público daban la espalda a la obra y gesticulaban a sus móviles, como si dentro de esos dispositivos pudiera caber algo más sublime que las aguafuertes.

Entonces el arte hizo su trabajo: despejó mi estupidez de un sopapo, me clavó dos ganchos en las costillas y me sacudió hasta que no recordé ni para qué había salido de casa. Detrás, se iban los móviles y el tren, que se adentraba en el túnel con la misma prepotencia que un palo al meterse por el culo. Qué vulgar. Palo por el culo, repetí, de pie y mudo ante el grabado «Todos caerán», en el que dos mujeres le meten un palo por el culo a un señor muy distinguido, preparándolo igual que un pollo al espiedo.

La imagen derrocha significados, malicia, humor y cuenta con críticas más acertadas que ésta. Pero el ojo que mira también construye la obra y mi visión me trajo esperanzas, pues entendí que hasta los más grandes pajarracos caerán en manos de un pueblo que tiene una ventaja: ya está «caído». Los que nacimos sin alas vivimos abajo, a ras del suelo. Así, el «todos caerán» del título se resignificaba en un «ellos también bajarán aquí y se pegarán pedazo de golpe». De ahí la esperanza.

Miguel Munárriz escribe para Zenda. Soy fan de sus textos y su dietario (mi devoción no es garantía para Miguel, porque soy fan de muchas cosas: músicos de rock, el mate, las albóndigas con salsa, Bielsa y Sabina, mis amigos de Ciudad Futura, el comino). En esa estación de Goya me emocioné leyendo su poético artículo sobre perdedores, mientras un acordeonista ejecutaba «Por una cabeza», tango que narra cómo el caballo por el que apostaban Gardel o Le Pera «afloja al llegar» y pierde la carrera. Hasta ahí, nada raro. Pero resulta que este equino, regresando de su derrota, mira al apostador y «parece decir: no olvides hermano, vos sabés, no hay que jugar». Y si hay algo que me pone de los nervios son los burros que la van de catequistas.

Me disperso. Escribo esto porque perdí el tren en Goya mientras admiraba «Todos caerán», la misma estación en la que me había emocionado con un texto y un tango. Cambiándole la letra, yo canté ese tango para un programa de radio en Rosario. Mi versión se llamaba «Por una aceituna». Recuerdo solo cuatro versos (coinciden con el momento en que entra la «coqueta y risueña mujer»):

Por una aceituna, metejón del quía,

la casa coqueta, la pista y el jet,

nos mira sonriendo, sabemos que está mintiendo,

nos quema en la hoguera nos manda a la «B».

Lo compuse cuando un ex presidente argentino, al que no puedo nombrar porque es yeta, se construyó una pista de aterrizaje al lado de su mansión en su pobrísimo pueblo natal. Acusado de corrupción, argumentó que era una obra necesaria para la exportación aceitunera del caserío. Ese hombre se encuentra hoy tan maltrecho como el del grabado de Goya con el palo en el «ojo del culo» (traigo a Quevedo y su tratado «Gracias y desgracias del ojo del culo», porque me incomoda repetir «culo» sin una referencia que legitime la grosería). Pero en la época que canté mi tango, el quía era presidente y volaba como los generales de la parte superior del aguafuerte: pilotaba Ferraris, jugaba al fútbol, enamoraba a mis tías. Yo cantaba como un perro en un programa de radio que escuchaban entre dos y cinco personas. Cantaba como si llevara ese palo clavado en el culo y mi compañero, Alejo Diz, se reía por compasión o vergüenza y me hacía señas de que acababa de llegar el dueño de la emisora.

El tipo jamás se aparecía, así que me ilusioné con un contrato y con dejar de mendigar publicidad a las tiendas del barrio. ¡Tal era mi genio que el empresario se había dispuesto a invertir! Salí del estudio a pecho henchido. Pero no hubo contrato. El caballo catequista nos dijo que éramos dos pedazos de mierda y que en su radio se respetaban las instituciones, que las faltas de respeto de esta democracia ocurrían porque el ejército solo se había cargado a treinta mil subversivos, que debería volver la dictadura y hacer desaparecer a a treinta mil más, entre los cuales, por supuesto, estaríamos Alejo y yo. Así terminó mi carrera musical y empecé a escribir, cagado de miedo.

También escribo esto porque leía las Aguafuertes de Roberto Arlt en el subte de Buenos Aires, cuando buscaba trabajo sin encontrar y ya no soñaba contratos de radios, sino un sueldo que pagara las lentejas y una pieza. Sus relatos fueron mi verdadero manual de hermenéutica de esa ciudad bellísima y cruel; sus relatos, ¡qué poder!, me daban un sopapo por cada beso, ensartaban mis costillas mientras el vagón se sacudía y se escapaban detrás mis estaciones de salida, igual que el viernes se me fue el tren en Goya, donde la gente prefiere un teléfono a La Obra; un móvil, artilugio bendito, el progreso. Arlt gustaba hablar sobre el progreso:

Puede usted decirme, querido señor, ¿para qué sirve este maldito progreso? Sea sincero. ¿Para qué sirve este progreso a usted, a su mujer y a sus hijos? ¿Para qué le sirve a la sociedad? ¿El teléfono lo hace más feliz, un aeroplano de quinientos caballos más moral, una locomotora eléctrica más perfecto, un subterráneo más humano? Si los objetos nombrados no le dan a usted salud, perfección interior, todo ese progreso no vale un pito, ¿me entiende?

Me gusta la frecuencia del dietario de Miguel y soy hijo de las Aguafuertes, por eso empiezo esta sección periódica, que muy pocas posibilidades tiene de sostenerse en el tiempo. Elegí el nombre «Aguasturbias» porque refiere a la obra de Arlt y, a la vez, explicita una condición mental inferior a la suya. Mis Aguasturbias serán una sucesión discontinua de imágenes urbanas. Una voz acobardada contra los caballos catequistas y los burros, una oda a los andenes, a los burreros perdidos. Como todas las aguas turbias se estancarán, olerán a muerto, muchas veces de tan obvias serán despojos, humearán con el esmog y sedimentarán en el fondo herrumbrado de esta bitácora sin filo*.

*Filo: (delinc.) Cuento, máquina o aparato que se hace creer a la víctima, sirve para fabricar dinero // Acompañante que recibe lo sustraído de manos del burrero // Dinero // (drog.) Dinero que utiliza el traficante para comprar drogas. (Diccionario Lunfardo Todotango.com).

Foto: Hernán Piñera