El sueño de D10S en Napoli

5 de julio, 1984. Napoli. Tu pregunta es por Dios y por la Muerte, como cada vez que subís de la fosa del taller con la cara negra. “Entro y salgo de la tumba”, pensás y es lógico, porque en tu ciudad la Muerte lo impregna todo, te atrapa y amenaza en afiches de lágrimas sin paz, amurada en los altares callejeros, cientos, miles de homenajes populares y artesanos. Hay uno al lado de tu taller, otro enfrente: velas y fotos de difuntos. La Muerte se prende a tu espalda, te quita la voz y agarrota las manos. Te lavás, movés los hombros.

Mirás al espejo. Afuera, las motos a bocinazos, un niño vende estampitas de San Jenaro y la vecina del quinto baja un balde con una barra de pan y le dice a otra cuánto dinero tiene que poner dentro. Tu barrio es pobre, lleno de inequidades, pero la que más te agobia es la que existe entre esa Muerte omnipotente y tus pequeños dioses, santitos de milagros cortos que te vuelven todavía más frágil: que dure el jornal hasta que llegue abril, no perder otro hijo aplastado por los cajones del puerto, no bajar a segunda. No te parece justo, pero si hay que tragar, se traga.

5 de julio, 1984. Estadio San Paolo. Napoli. Ahí está tu cita y el pecho te hace burbujas al escupir la grasa de ese motor gabacho. Napoleones estirados, de no fiar. Podrías desarmar y armar cualquier Fiat con tu destornillador, pero esos jodidos renotes y peushotes. Mejor que fabriquen queso. Burbujas. Te reís delante del espejo, tu rostro limpio, el ánimo fuerte. Si llega a salir bien…

Dios y la Muerte. Tomás una birra, encendés un cigarrillo. Las respuestas a tu pregunta han creado nuestro mundo, aunque a quién le interesa el mundo cuando se pregunta desde el desespero. Cerrás el taller, te mezclás con unos niños y pateás la pelota de trapos y medias. Subís al bondi repleto. Cantan los seis kilómetros que separan al Quartieri Spagnoli del estadio. Si lo de hoy sale bien…

La Muerte es siempre la misma, bestial, pero existen muchas formas de Dios: barbudo, mujer, energía, según desees un padre, una hermana, una excusa. Ojos, pollo, aire, si sos ciego, te cagás de hambre o te agobian las deudas. Dios también puede ser carne y hueso roto; suplicio, y  volverse eterno clavado en una cruz.

Ese es el Dios que te gusta, Dios cercano que te toca el pecho y dice: “vos también podés, aunque duela”; Dios que baila dentro del lodo en el que le hunden la cabeza. Un amigo te da con la mano abierta. “¡Dejá de pensar pavadas!”, te dice y te obliga a saltar con el resto de la gente. Bajan del autobús, se entierran en el barro. Ayer llovió y se inundó media ciudad. Gritás hasta que entran al San Paolo, abarrotado de hinchas, aunque no se jugará ningún partido. 

5 de julio, 1984. Napoli es hedor de puerto y látigo, Napoli es un corazón quemado por el norte rico, por el gobierno y los camorristas. Napoli sufre y llora igual que Villa Fiorito, el barrio humilde donde nació el pibe que hoy te burbujea el pecho antes de aparecer. Apretás un puño, pedís al cielo que salga bien y saltás junto a otros miles de apasionados. El pibe de Fiorito los escucha, los siente, al punto que no puede seguir sentado en el vestuario y se levanta. El suelo tiembla. 

Un dirigente le dice a Diego que el hincha napolitano es el mejor del mundo. Diego asiente y recuerda la ciudad que vio cuando lo llevaron del aeropuerto a la cancha. “Quiero hacer feliz a estos pibes, porque son pobres, igual que yo”, piensa y se besa la cruz del cuello, luego lo dice en alto, por eso conocemos la frase (La pronuncia en presente. Aunque hace años que no es pobre, su corazón sigue latiendo desde abajo, y siempre lo hará). 

Justo en ese momento le dicen a Diego que es hora. Sonríe, infla el pecho y sale a la cancha envuelto en aquel sentimiento precioso: quiero hacer feliz a los pibes de Napoli.

Dios es una cosa, la divinidad es otra. Los budistas no tienen dioses. Los budas fueron personas de a pie, que putearon cuando les vendieron fruta mala, se pelearon con amigos por política, traicionaron a sus amantes, estafaron, mintieron hasta que, hastiados, decidieron cambiar. Pagaron sus faltas, encarnaron en lagartos y mofetas, meditaron, creyeron, suplicaron y, tras eones de fracasos, alcanzaron la iluminación. 

Según sus escritos, lo que los hizo cambiar fue un sentimiento semilla que regaron y cuidaron como a un bebé: que todos los seres alcanzaran la felicidad. Los budas comprendieron que el mundo era un lugar de sufrimiento y que no había nadie que la pasara bien (aunque lo aparentaran), por eso se propusieron transformarlo. Al hacerlo, se convirtieron en algo muy parecido a un Dios.

Justo ese es el sentimiento eleva a Diego al salir a la cancha el 5 de julio de 1984. Entre la vasta variedad de emociones posibles (orgullo, nervios, desgano, ambición, odio, felicidad), Diego tiene un sueño de Dios y desea hacerte feliz, hacer feliz a todos los napolitanos, porque sufren y él conoce ese sufrimiento, lo ha vivido. Así es que Diego, que aparece con los brazos en alto y genera el delirio de las setenta mil almas del estadio, desaparece en su sentimiento divino y se convierte en todos. 

Le pasan una pelota, hace jueguitos, la patea y habla al micrófono en italiano. Imposible escucharlo, el ruido de la gente es ensordecedor, pero estás seguro que dice algo así: “acá también cabe la magia, en tu casa sin puertas ni suelo, con tus altares de calles y muertos, tus rosarios, cruces, pesebres y santos que ya no escuchan, aquí también cabe la magia”.

5 de julio, 1984. Te preguntás por Dios y por la Muerte con el San Paolo frenético por los rulos de Diego. ¿Por qué se te meten estas cosas en la testa? ¿Estás llorando? No conocés la historia de los budas, no recordás a Jesús, solo agradecés, te persignás, besás la cruz de pulgar e índice. Sí, estás llorando. No importa, está bien así. Hay muchos que no entienden. Dirán que es el opio nuevo, que te quieren alelar para quitarte tal o cual derecho. A vos te importará un carajo, simplemente cambiarás de radio, putearás a los motores franceses y soñaras con Diego robándole la copa a los del norte.

Los mercaderes no se rendirán, nunca lo han hecho; lucharán para sacarlo de tu equipo pobre, ¡un fenómeno así en ese vertedero!, querrán comprarlo, sobornarlo, eliminarlo antes de que haga realidad el mundo que te prometió como respuesta a tus preguntas por Dios y por la Muerte. Sonreís tranquilo porque Diego ya firmó un pacto con vos y no te va a fallar. Nunca. 

Y vendrán las redes que pescan goles, enemigos apilados, postrados, convertidos, un botinazo, el ángulo imposible, y los gritos, las copas multiplicadas como panes, gloria, la mayor felicidad, ¡y no podrás dormir tantas noches!

(Yo tampoco podré dormir, ni en el mundial 86 ni nueve años más tarde, cuando mi vieja entre en mi habitación y me diga que Diego firma con Newell’s. No es posible; Diego en mi cancha, en mi casa de Rosario, con la misma camiseta que yo. Por eso te entiendo, por eso lloro con vos ese 5 de julio del 84 y te digo que está bien así.)

El hambre, la miseria y el sueño seguirán pinchándote. Palos, plomos y tridentes, pero dolerán menos, te harás más grande, poderoso. Ese es el milagro del nuevo D10S, que te trae confianza, orgullo napolitano, que revienta tu vergüenza, te vuelve más humano. En Roma jamás lo reconocerán divino, dirán que nadie ha resucitado ni se ha curado de ninguna enfermedad, que no ha pasado nada. Da igual, vos y yo sabemos la verdad. Y ellos también. 

El 5 de julio de 1984, el niño de barro que fuiste empezó a creer. Desde aquél día te atreviste a reír a la cara de la muerte y de cualquiera, sin alejarte del barrio, abrazado a todos. Treinta y cinco años más viejos, te vi al pasar por el taller del Quartieri Spagnoli, mientras te limpiabas la cara con un trapo, ya con el pelo blanco, el póster amarillo de Diego a tu espalda y una frase que pintaste en azul: “nadie queda atrás”. Me toqué el corazón, levantaste el mentón y eso fue todo. No necesitamos más.

En las calles de Napoli siguen los artistas pintando homenajes a Diego, los altares con velas y las fotos de vecinos difuntos, la muerte nos rodea igual que las pizzerías y la ropa colgada en los balcones, la muerte se ha vuelto parte de la vida, del paisaje, y no agarrota ni aterra. Ya no hace falta preguntarnos por ella

Artista callejero de las fotos: San Spiga

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