Inolvidable bruja de trifulca

Le ganamos a Bolivia en la criminal altura de La Paz. Estadio vacío, pandémico. Dos a uno. Endiablado. Durante el partido, un amigo me decía por chat que se había pasado el día lijando una pared y le dolía el cuerpo. Estaba contento. “Eso te quita la ansiedad”, me aseguró. Mi amigo tiene varias empresas y el estómago ulcerado. Duerme mal una noche cada dos, las otras come pastillas o piensa en círculos: no aguanto más, me estoy muriendo, me aterra la muerte, tiene que haber una solución, pero no aguanto más… y así. Sin embargo, lijar lo había calmado y habíamos ganado en una cancha imposible. 

En la tele, Scaloni se abraza con Messi y yo revivo el deleite en un viejo recuerdo (miércoles 25 de abril de hace diecinueve años, según hemeroteca). Volvía del trabajo. Buenos Aires atardecía tras la ventana del colectivo, mi sien apoyada en el vidrio, la radio a pilas, un auricular; rezaba y escuchaba el partido. Rezaba porque jugaba la selección de Bielsa. Bielsa es Buda y Jesús. El deleite es una paz satisfecha. Rezaba, nervioso, sufriendo por Bielsa, con deleite.

Qué perro soy escribiendo. Un burro calesitero (Def. adj. Futbolista que da vueltas con la pelota y no encara nunca hacia el arco rival). Por no encarar termino enredado entre palabras. El bondi pasó por la calesita de Parque Chacabuco y Bolivia nos ganaba tres a uno. Media hora de viaje. Los relatores se quejaban por el patético estado de nuestros jugadores. Un perro flaco y sucio subió por la puerta de atrás. El chofer frenó, se abrió paso por el pasillo y lo lanzó afuera del pellejo. Devastados. Así describían a los defensores argentinos. No era para menos, un partido a tres mil seiscientos metros de altura es una indecencia deportiva. Ahí arriba, cualquier burro aclimatado te baila como Pelé. Inmoral. Falta el aire, no se pueden levantar las piernas. Nauseas. Una mujer advirtió al conductor:

—Manejá mejor o vomito en el pasillo.

—¿Qué le pasa, señora?

—Que frenás y arrancás, frenás y arancás. Es insoportable.

Sientesé y deje escuchar.

—¡Inmoral!

¿Inmoral? Cuarenta y tres minutos del segundo tiempo, Bolivia ganaba 3 a 1. Me entristecía pensar lo que diría la objetiva prensa argentina sobre Bielsa. El arquero rival sacó para alejarla y cerrar el partido. Entristecido y con deleite, así viajaba yo. En paz, el cuerpo dolorido tras mi primer día de trabajo, el mismo cansancio feliz del que me hablaría mi amigo casi veinte años más tarde, que curaba la ansiedad y me relajaba en los rebotes de cabeza contra la ventana. Mañana guardaría mis ahorros en el banco, empezaría formalmente a labrarme mi futuro de adulto, un auto, una casa, familia y asados.

Ayala devolvió la pelota con un frentazo y cayó cerca de Crespo que le calzó como venía, desde treinta metros, y la clavó al palo derecho de un arquero en babia. Golazo. Lo festejé apenas apretando el puño. El chofer subió la radio, se lamentó por lo poco que faltaba y metió otro un frenazo. La vieja se le fue al humo:

—¿Lo hacés a propósito? ¡Que me vas a hacer vomitar, pelotudo!

—Señora, sientesé que se va a lastimar.

—Te voy a denunciar. —Respiró con la mano en el pecho—. Y te voy a vomitar.

El hombre se levantó de nuevo. Medía casi dos metros, gordo epopéyico. La señora no reculó. Varios pasajeros se interpusieron y se armó la trifulca. La vieja se arqueaba amagando el lanzamiento de un vómito que aún no le salía.

Sientesé y no me rompa más los huevos que me faltan diez minutos y termino el turno —suplicó el tipo.

Sacaron del medio los bolivianos. Argentina era puro huevos. La robó Sorín. Falta. En mitad de la cancha, la Bruja Verón acomodó el balón.

—¡La concha de tu madre! —me había dicho Verón diez años antes de que viajara en ese colectivo. Y se me vino al humo. Yo quería reventarle la trompa, pero le pedí perdón, porque acababa de abrirle el pecho de una patada a un compañero suyo que se iba solo contra nuestro arco. Jugábamos los cuartos de final de un torneo Latinoamericano contra Estudiantes, con Verón como estrella y capitán. Yo era un áspero marcador central de Newell’s.

—No calculé bien —mentí y simulé preocupación por la salud del chico que, desde el suelo, se esforzaba por inspirar y hacía un ruido horrible con la garganta o el esófago. Alrededor, se armaba la trifulca.

Al final, lejos de la roja y los dos años de cárcel que me correspondían, me sacaron amarilla, les ganamos y salimos campeones un par de días después. Sin embargo, siempre me quedé con ganas de hundirle la prominente nariz a la Bruja. Hasta que Bielsa lo convocó a la selección y no tuve más remedio que tragar amor propio y envidia y reconciliarme con él. No en persona, claro, porque yo era ya un fracasado en colectivo, con radio a pilas y un trabajo de hambre y Verón, por su parte, era el mejor jugador argentino, un crack, y acomodaba el balón a los cuarenta y seis minutos del segundo tiempo en la antideportiva altura de La Paz.

Verón pateó; la vieja, de tanto forzar el vómito, acabó escupiendo al conductor que, rojo de ira, no se enteró que la pelota de Verón impactaba en la cara a Samuel y bajaba como pinchada al suelo. El gordo, con la camisa sucia de saliva y flema, se dispuso a arrojar a la mujer, igual que había hecho antes con el perro callejero, y entonces, no por valentía, sino por las ganas de sentirme parte de algo más grande, de extender mi amistad con Verón a toda la patria futbolística o, al menos, a los pasajeros de ese colectivo, salté del asiento y grité: “¡Paraaaaá!”. El auricular se desenganchó de la radio, subí el volumen y el relator, que imploraba a Sorín que la metiera, comenzó a gritar el gol y se interrumpió. El chofer giró hacia mí y gruñó.

—¡Gol! —dije con timidez. Todavía no me lo creía porque el locutor había visto algo raro en el juez de línea y seguía en silencio, pero dijo que sí, que sí, que era gol y el chofer levantó su barbilla preguntando: ¿Gol o te reviento? Me puse la radio en la oreja.

—¡Goooooooooool, gooooooooooool!

El conductor me estiró del cuello de la camisa y vociferó hasta despegar el techo de chapa del bondi desvencijado y parado en mitad de Santa Fe. Los autos tocaban bocina por el embotellamiento que había provocado y él los saludaba (yo también los saludaba) festejando el milagroso empate. Nos abrazamos. Cantamos una de cancha que no recuerdo y nos fuimos para adelante. Arrancó y subió la radio. Estridente, como una bruja, la vieja nos maldecía y profetizaba que por gente como nosotros el destino del país no sé qué cosa, pronto, y que vendría una ruina de no se qué, ¡muy pronto!

—Somos los mejores del mundo —me dijo el chofer con orgullo patrio. Asentí feliz, mirando la cuidad anochecida a través de ese inmenso parabrisas, confiando en la paz que me embargaba, en nuestro porvenir y el de la selección de Bielsa, aquel inolvidable miércoles de abril de aquel inolvidable 2001.

Foto: Justin Hamilton

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