Benedetti y la adicción a la nostalgia

Benedetti es Mario. La adicción a la nostalgia es mía. Aunque creo que la compartimos, pues forma parte del carácter rioplatense. Es tan distintiva como la garra, que te hace trabar la pelota con la cabeza antes que dejar pasar al rival. Por eso el tango y el Maracanazo (o la Copa del 86). Nostalgia y garra. Me costó mucho aceptarlo. Es fácil hacerse cargo de esa garra que te hace ganar halagos en la mesa de un bar, pero muy complicado defender la nostalgia, sentimiento trágico que mezcla de mala manera el desencuentro, el amor pasado, la tierra perdida, y que no repara en lágrimas, lamentos, derrumbes, fracasos. La garra te lleva a la victoria o a la derrota digna. La nostalgia ya nace como amarga derrota, es un partido que ni siquiera llegaste a jugar porque cuando entrabas a la cancha viste a tu equipo yéndose con otro, en ese barco que a pesar de ser tan lento, nunca demora lo suficiente para olvidar, ni se aleja tanto como para perderse de vista. Más bien, es de un navegar similar a un espejismo, parece irse cuando llega y lo que deja atrás es lo que se lleva encima.

Comentaré dos novelas del Maestro uruguayo: La Tregua y Andamios, que son prácticamente su apertura y cierre en este género.

Andamios

Empiezo por el final. “Andamios” es el título de una novela que Alfaguara calificó de “obra maestra” y que para mí no lo es. Es menos y mucho más que eso. El propio Benedetti advierte al comienzo: “aquí no va a encontrar una novela m’il fault sino, a lo sumo, una novela en setenticinco andamios. Ahora bien, si los andamios, reales o metafóricos, no le interesan, le aconsejo al lector que cierre el libro y salga en busca de una novela de veras”.

El protagonista, Javier Montes, es un exiliado en España que regresa a Montevideo y relata su reencuentro con antiguos compañeros, amigos y familia. Si tuviera que hermanar este libro, como se hermanan las ciudades, lo haría con “La Ignorancia” de Milan Kundera. Las diferencias son muchas, pero el tema o las preguntas son las mismas: ¿existe un sitio al que regresar? ¿Todavía hay un exiliado para los que quedaron en su país? ¿Alguien quiere oír la historia de un exiliado? ¿Qué remueve, a quién molesta, de dónde es ahora esa persona que se ha pasado media vida en otro sitio? ¿Puede hablar, puede comunicarse, es comprendida? ¿Comprende a los otros?
¿Cuál sería la diferencia más notoria entre las dos novelas? Divaguemos: “La ignorancia” fue escrita a máquina, en el escritorio del despacho de un muy lúcido Kundera, que miraba un cuadro en la pared, bebía agua o whisky, oía música clásica y a su lado tenía una biblioteca con obras de Homero, Kafka y Aristóteles, entre muchos otros. “Andamios” se escribió en la mesa de un bar, virome sobre papel, Mario bebía un café o una caña y espiaba por la gran ventana lluviosa a la gente que se paseaba en paraguas. Sonaba un tango. A su lado respiraba profundo un perro callejero, despatarrado y siempre bien recibido en ese sitio. No va en desmedro de Kundera, que para mí ya debería tener su Premio Nobel. Me encanta Kundera y su novela es, incluso, más acabada que la de Mario. Solo que Benedetti me toca fibras a las que pocos llegan. Para Javier Montes, regresar a la República Checa de Kundera sería como meterse en una oficina sin ventanas, convertirse en personaje de Kafka. Para mí también. Los amigos checos tocan poco y comen menos, beben mucha cerveza. Los amigos uruguayos son abrazadores y de mezclarse, al punto que sin conocerse chupan del mismo mate. Yo también.

Hay tres temas recurrentes, tres ejes en “Andamios”. El primero, la relación de Javier con sus ex compañeros de militancia, que no solo se quedaron sino que fueron arrestados y torturados. Cada uno, a su modo, ha quedado afectado por esta dolorosa vivencia. Aparece también un militar torturador, que se termina colando como un secundario protagónico. Es uno de los que “se precipita en un vacío espiritual” desde algún andamio, en palabras del autor. El segundo tema es el de la familia. Benedetti es un artesano en la elaboración de estos lazos y la novela es un claro ejemplo de ello. El tercero es el amor. ¿Cómo no iba a serlo? No hay posibilidad de nostalgia profunda sin amor, sin la pérdida del amor, sin el nuevo encuentro y la conciencia de la extrema debilidad de ese lazo que une.

Existencialista y trágica son dos calificativos para la escritura de Benedetti. Pero también inteligente, graciosa, sentida. A cuatro páginas del final se resuelve lo que parecía que no conducía a ningún sitio, y lo hace con esta frase: “Oprimió con fuerza la mano helada de Rocío y todavía alcanzó a ver cómo aquéllas luces poderosas, deslumbrantes, irresistibles, cegadoras se…”. No escribiré más, mejor leerlo.

Antes decía que este libro es menos que una obra maestra y se debía a la propia forma, de la que ya nos advertía el autor. Son andamios, y los andamios se ven cuando la obra no está terminada. También dije que es mucho más que una obra maestra y me refería a su trascendencia. El diálogo con sus ex compañeros de militancia muestra la desesperanza que reinaba en la izquierda latinoamericana de los noventa. Quiénes lucharon y fueron derrotados, torturados, quebrados creían que ese sufrimiento había sido en vano. Uno de los personajes, que será crucial en el desenlace, hace este balance: “(Mis compañeros) consiguieron dos cánceres, una fractura de pelvis y una diálisis de por vida. Decime un poco, ¿qué logramos?, ¿qué vuelco revolucionario?, ¿qué derrota de la injusticia? Hasta el Che Guevara se murió de pena. Nada, viejo, nada.” (Lo del Che no lo entendí).

Lo que no sabía Mario al escribir este libro era que, muy poco después, Pepe Mujica gobernaría Uruguay. Y bien podría haber formado parte de ese grupo de amigos del protagonista, ya que tuvo una historia muy parecida a ellos. Leer hoy «Andamios», a diferencia haberlo hecho cuando fue publicado, te lleva a trascender la desesperanza y generar un sentimiento de compasión por esos personajes, como si fuéramos una madre que le dice a sus niños: tranquilos, que todo saldrá bien.

Termino con un diálogo precioso. La madre le confiesa a Javier que, tras la muerte de su padre, intentó formar pareja con un ex profesor de su hijo:
Javier: “(el profesor) Siempre fue muy tímido”.
Madre: “Puede ser. Después se murió. O sea, que me libré de quedar otra vez viuda. Tal vez fue una lástima. ¿Sabés? Tengo la impresión de que si yo lo hubiese cuidado, no se habría muerto. Yo creo que murió de soledad. La soledad, Javier, es un tumor maligno”.

La Tregua

¿Estaré reseco? Esta es la clave del libro. Pesimismo, reflexión sobre lo nacional, frustración de la clase media uruguaya, declive y fracaso. Todo eso se dice sobre esta novela, y es cierto, pero la llave que abre los significados del texto es esa única pregunta: ¿Estaré reseco? Esa es mi opinión.

Se trata de un oficinista a punto de jubilarse, viudo, con tres hijos. Y otra vez los mismos ejes: la sociedad uruguaya, la familia y el amor. Solo que aquí, el amor termina quedándose con todo, sin proponérselo, de manera natural. Laura Avellaneada, Avellaneda para los amigos, se convierte en el manantial que sube por el pozo que parecía reseco y, en verdad, solo estaba separado del agua por unas capas de polvo. Y este amor que se queda con todo lo hace en forma de nostalgia, tanto en el recuerdo de la mujer muerta, como en la proyección del futuro con una mujer bastante más joven que Martín Salomé, el protagonista.

Benedetti sorprende desde el inicio con nuevas visiones de la realidad, por eso es un libro tan rico. Por ejemplo, Martín siente felicidad en la rutina de su trabajo, en la automatización, y se enfada o la pasa muy mal cuando aparece algo novedosos. ¿Por qué? Porque su trabajo no lo motiva en lo más mínimo y cuando ejecuta actos repetitivos, hábitos, puede pensar en cualquier otra cosa, no se cansa, disfruta de su mundo mental.

A diferencia de «Andamios», está escrita en primera persona, pues se trata del diario del protagonista. No quiero hacer reseñas. Hay hasta en Wikipedia. Solo diré que está entre mis favoritas, sin dudas. Y lo argumentaré con tres párrafos de la novela:

Uno: “Es evidente que Dios me concedió un destino oscuro. Ni siquiera cruel. Simplemente oscuro. Es evidente que me concedió una tregua. Al principio me resistí a creer que eso pudiera ser la felicidad. Me resistía con todas mis fuerzas, después me di por vencido y lo creí. Pero no era la felicidad, era tan solo una tregua. Ahora estoy otra vez metido en mi destino. Y es más oscuro que antes, mucho más”.

Dos: “Ahora las relaciones entre Dios y yo se han enfriado. Él sabe que no soy capaz de convencerlo. Yo sé que él es una lejana soledad, a la que no tuve ni tendré nunca acceso. Así estamos, cada uno en su orilla, sin odiarnos, sin amarnos, ajenos.

Tres: “Ella me daba la mano y no hacía falta más. Me alcanzaba para sentir que era bien acogido. Más que besarla, más que acostarnos juntos, más que ninguna otra cosa, ella me daba la mano, y eso era amor”.

Amo esa última frase y, como en «Andamios», la imagen que se impone es la de dos manos unidas. Amo la maestría de Mario en el arte de la nostalgia.

Devotamente, suyo.